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El santo tormento de predicar

13 ya que todo aquel que invoque el nombre del Señor, será salvo. 14 ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? 15 ¿Y cómo predicarán si no son enviados? Como está escrito: «¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!»... 17 Así que la fe es por el oir, y el oir, por la palabra de Dios.

Romanos 10:13-15, 17 (RV 95)

En la novela de Anthony Trollope, Barchester Towers, el autor ridiculiza la predicación y se burla de su personaje principal, el Reverendo Obadiah Slope, que encaja en la siguiente descripción.

Quizá, no haya en los países civilizados y libres dificultad más grande inflingida sobre la humanidad, en el presente, que la necesidad de escuchar sermones. Nadie más que un clérigo que predica tiene, en estos ámbitos, el poder de compeler a una audiencia a sentarse en silencio y atormentarla.1

Por supuesto, todo depende del tipo de tormento que uno quiere decir. Si los oyentes son torturados por un discurso completamente aburrido y abstractamente sin esperanza con la intención de mostrar la erudición o sensibilidad del predicador, protegerlo de la crítica o llenar un espacio asignado en el servicio de adoración, entonces Trollope tiene razón. Pero los sermones pueden generar un tormento piadoso. En Hechos 2, en Pentecostés, aquellos que escuchaban a Pedro sufrieron de un tormento salvador, ser “compungi[dos] de corazón”. En Hechos 7, el mensaje de Esteban atormentó al Sanedrín, y lo apedrearon. En Hechos 19, Pablo atormentó a los comerciantes de Artemisa, y se amotinaron.

Dios pudo haber escogido ganar almas al escribir Su evangelio en los cielos o en los lados de las montañas. Él pudo haber inscrito Su mensaje de salvación sobre el corazón humano, así como hizo con los requerimientos de la ley (Cf. Ro. 2:14-15). Pero escogió utilizar predicadores para comunicar “la palabra de Cristo” y por lo tanto avivar la fe (Ro. 10:17).

En Romanos 1:16, Pablo dijo que el poder estaba en la Palabra y no en el orador. Romanos 10:13-17 continúa con este tema. La fe viene por escuchar la “palabra de Cristo”, sea del mensajero elocuente o del casero, del pastoral o del profético, del erudito o del no indocto. Todos los predicadores deben tener cuidado de que nada que hagan o digan se ponga en el camino de la Palabra de Dios. Sí, cada uno tendrá su personalidad y estilo dado por Dios, pero ninguno debe suponer que la personalidad o estilo es primordial.

Esto debería ser una gran fuente de consuelo para el predicador. Si el es fiel a la Biblia, entonces Dios hará Su trabajo. Como la lluvia, la Palabra de Dios es productiva cuando cae a la tierra (Is. 55:10-11). Por supuesto, algunos terrenos son particularmente duros y rocosos, inhóspitos para la germinación (Marcos 4:1-20), pero algunos terrenos son fértiles, y Dios tendrá Su cosecha. Efectivamente, un predicador sin frutos bien podría cuestionar la calidad de su siembra o la generosidad de su precipitación bíblica.

En todo esto, uno no puede perder de vista el hecho fundamental de que el predicador no es más que un instrumento, que el Espíritu Santo hace el verdadero trabajo de conversión y santificación. La predicación es necesaria, pero no es suficiente, para la renovación de la iglesia; a menos que Dios se mueva, las palabras del predicador rebotarán sobre corazones de piedra.

Notas al pie:
1

Anthony Trollope, The Warden y Barchester Towers (New York: The Modern Library, 1936), 252.